El rostro repleto de heridas le delataba. Pequeños cortes de cuchilla eran testigos sangrantes de la falta de reflejos que, aquel vampiro, tenía frente al espejo.
Le acariciaba las caderas, cada curva que esculpía su cuerpo mientras, con mis dedos, tejía de caricias su frondosa melena. Admiraba sus pechos y aspiraba su perfumado aroma como si ése fuera el último átomo de oxigeno respirable en el planeta.
Era el ritual diario que practicaba cada tarde antes de regresar a casa junto a mi convencional marido.
El homo erectus caminaba en busca de una mujer sapiens con la que aplacar la combustión interna de sus feromonas.
Las chispas que saltaron, tras la fricción de sus cuerpos, arrojaron la suma de dos cadáveres calcinados y la pista por la que la tribu pudo al fin comer carne guisada.