Estudiaba aquella mosca como si de un master en biología se tratara. La oía chocar una y otra vez contra el cristal en infructuosos intentos de acceder al exterior. Ella solía camuflarse entre el polvo de los libros apilados en el estante, mientras yo aprovechaba para examinarla minuciosamente con la lupa de mi colección de numismática. Frotaba sus patitas, suplicando compasión. Cuando recobraba el resuello, el animal embestía nuevamente la superficie vidriosa, topándose con la frustrante imposibilidad de alcanzar la calle.
Tras días de exhaustiva observación, algo en mi fuero interno se apiadó del pobre bicho que continuaba buscando una oportunidad. Abrí la ventana unos centímetros, procurando con ello no pulsar el botón detonador de mi maldita agorafobia. Con la mano le indiqué el camino, pero el insecto ni se movió. Ahora que había aprendido la lección, no dejaría que un repugnante ser humano le engañara de nuevo.