Le sudaban las manos, y el corazón, desbocado ante la intriga, se aceleraba a medida que iban avanzando los capítulos. Aquel libro era realmente bueno. Los personajes estaban tan magníficamente dibujados que se tornaban tridimensionales. ¿Quién habría cometido aquél horrendo crimen? Todos los protagonistas parecían sospechosos y las pruebas e indicios que el avispado detective encontraba, iban desmontando algunas coartadas y estrechando el cerco sobre el culpable.
La avidez de su lectura le permitió llegar al desenlace antes de lo previsto, fue entonces cuando sucedió algo inesperado, un error de imprenta que lo cambió todo. En el momento preciso en que el novelesco detective iba a señalar al malhechor y proceder a su detención, al pasar la página, ante sus ojos, aparecieron aquellas insidiosas hojas en blanco.
Esa noche y las siguientes intentó dormir, pero le fue imposible, continuamente le asaltaban las dudas, ¿quién sería el homicida? ¿cómo lo iba a saber ahora? ¿y si andaba suelto por la ciudad? ¿correría él algún peligro? Andaba por las calles y todos aquéllos con los que se cruzaba despertaban sus sospechas, iba a la oficina y los que ayer fueron sus amigos y compañeros de trabajo hoy parecían tener el perfil del asesino, sentía el peligro acechándole en cada esquina, en cada mirada, en cada puerta. No podía continuar viviendo así, angustiado por el terror de ser la próxima víctima.
Atrapado por la inquietud y arropado por los ansiolíticos, decidió enfrentarse a esas páginas en blanco, escribir él mismo el final de la historia, descubrir al asesino, identificarlo. Acallar las voces de su mente, la intranquilidad de su alma, el aullido del miedo. Tomó la pluma despacio, y sus manos, manchadas de sangre, desvelaron su nombre.